Una tos muy sospechosa y varios pañuelos de papel me inspiran a hablar de un fármaco al que le tengo alergia, uno de los grandes descubrimientos del siglo XX: la penicilina. Como muchos otros descubrimientos, fue producto de la casualidad, pero de esa casualidad que es producto de la constancia, en este caso, de la constancia de Alexander Fleming.
Alexander Fleming. Fotografía tomada de la web buscada con Google |
Alexander Fleming nace en Lochfield (Escocia), el 6 de agosto de 1881. Pertenecía a una familia de economía modesta que se dedicaba a la agricultura, lo que no impidió que Alexander tuviera inquietudes culturales y científicas. La familia no tiene recursos propios para pagarle estudios universitarios, pero una pequeña herencia que reciben cuando el joven Fleming contaba veinte años, hace que éste puede licenciarse en 1908 en la Facultad de Medicina del St. Mary’s Hospital de Londres, institución con la que estaría vinculado veinte años de su vida. Aunque una leyenda atribuye a los Churchill que Alexander pudiera cumplir su sueño de ser médico: los Churchill pasaron un verano en Long’s Hill -donde vivía la familia Fleming- y el padre de Alexander salvó de morir ahogado en una ciénaga al mismísimo Winston Churchill, un día que éste se fue al campo a pasear. Agradecido, Randolph Churchill -padre del Winston- se ofreció a pagar a Alexander una educación como la que recibiría su propio hijo.
Volviendo al tema. Cuando se licenció, Alexander Fleming se especializó en Bacteriología y empezó a investigar (había sido medalla de oro en la Universidad). Pero en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y Fleming intervino como oficial de la Royal Army Medical Corps en Francia. De vuelta a Londres una vez terminado el conflicto, regresa a la investigación. Su laboratorio siempre estaba desordenado, aunque él se entendía en medio de aquel caos. Entre todo su material de laboratorio tiene placas de Petri, que son cajitas de plástico o cristal que tienen una tapa, y sirven para realizar cultivos para su posterior estudio. Y en una de ellas descubrió las lisozimas, que son las defensas naturales del organismo: a Alexander no se le había ocurrido nada mejor que sacarse algo de la nariz y vió como ese algo creó una barrera de defensa contra unos microorganismos que le atacaban. Esta guarrada ocurrió en 1921.
A la izquierda, Fleming sujetando una placa de Petri. A la derecha, el penicilium. Fotografías tomadas de la web buscada con Google |
Pero esto es sólo el principio de lo que vendría después (no, no se sacó más, que yo sepa). Un día de septiembre de 1928, Alexander se dio cuenta que había una placa que tenía un cultivo de estafilococos donde no paraba de crecer una mancha que los hacía retroceder: en esa mancha se encontraba el hongo penicilium. Lo malo es que el Gobierno británico no soltaba mucho dinero para investigación (esto a qué nos suena…), pero Alexander recibió la ayuda providencial de Ernst Chain (judío alemán) y Howard Florey (australiano), que estaban al tanto de las investigaciones sobre el penicilium y tenían fé en lo que hacía su colega. Chain y Florey pusieron a su disposición los aparatos de los que ellos disponían en la Universidad de Oxford.
Ernst Chain. Fotografía tomada de la web buscada con Google |
Howard Florey. Fotografía tomada de la web buscada con Google |
La Segunda Guerra Mundial no interrumpió las investigaciones: Fleming, Chain y Florey huyeron a los Estados Unidos para continuar los experimentos. Antes de terminar la guerra ya se pudo aplicar la penicilina en soldados que habían sido heridos en el frente y, en 1945, los tres recibieron el Premio Nobel de Medicina. Posteriormente, Fleming se dedicó a la docencia, siendo rector de la Universidad de Edimburgo. Y le llegaron más honores, siendo nombrado doctor honoris causa en numerosas universidades del mundo, entre ellas la de Madrid.
El 10 de marzo de 1955, Alexander Fleming muere en Londres, víctima de un fallo cardíaco: su corazón le falló a él, pero no a nosotros porque, al igual que hizo Marie Curie con el radio, no quiso enriquecerse con su descubrimiento, no adquirió derechos sobre la penicilina; quiso que los beneficios fueran para todos.
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